A las seis de la mañana Pánfilo entra a una casa de
dos plantas. El primer piso semi oscuro, es una sala amplia que años atrás fue
destinada a experimentos que no logra definir. Empotrados en las paredes varios
estantes preservan instrumentos extraños; de las paredes, de color gris, no
cuelgan cuadros. Las arañas del rojo techo están apagadas, la claridad proviene
de la planta alta y se filtra por las gradas cubiertas con verde alfombra.
Hasta el momento no hay temor, sino curiosidad de explorar el silencioso
edificio.
El segundo piso es iluminado por la luz solar,
abriéndose‚ camino por los amplios ventanales de vidrio sin cortinas. La sala
es pequeña: dos sillones azules, una mesa redonda en el centro y un gran espejo
sin reflejar la imagen. Al fondo una puerta se balancea silenciosa, tras ella
un corredor larguísimo y puertas cerradas a ambos lados. En el fondo se escucha
una voz que canta suave. Pánfilo avanza lento, sin miedo, y al llegar a la
habitación de donde proviene la melodía, desaparece la hoja de madera y observa
a una anciana, con bata celeste para dormir, sentada en una banca, peinándose
la cabellera blanca, cuyas puntas descansan en los muslos; la cara tensa, los
ojos bien abiertos y cuando se percata del intruso grita despavorida. Pánfilo
corre por el pasillo y a su paso se abren las puertas laterales hacia afuera y
adentro se escuchan gritos similares a los de la anciana. Al llegar al fondo,
de inmediato cesan los alaridos. El corazón palpita rápido. Baja, por la derecha,
unas gradas de cemento que lo conducen a un salón deportivo techado. Un niño
jorobado barre los pasillos entre las sillas, sonríe malicioso cuando mira al
visitante y se pierde presuroso sin dar tiempo a conversar.