sábado, 20 de julio de 2013

Primer día en Managua

 
A las nueve y veinte de la mañana salí en bus expreso de Matagalpa hacia Managua, el jueves 18 de julio, un día antes de la celebración del triunfo de la Revolución Popular Sandinista. No podía continuar en esa zona, me estaba asfixiando, pues ya no lograba realizar más de mis ímpetus.

Viajé con el bolso de cuero, que me regaló Fernanda, que a su vez lo recibió obsequiado por Beatriz, su madre, donde llevaba cinco camisas, tres pantalones, cinco libros míos dispuestos para la imprenta, el disco duro con mis escritos y fotos que quiero exponer impresas, sin mi computadora y cámaras fotográficas, porque antes que yo se dañaron de tanto trabajo, y pensando que nunca  dejaré de ser nómada, ansioso de hacer más por la sociedad, en su mayoría empobrecida.


Para definir mi transitar pensé que estaba finalizando el trabajo de campo, treinta y cuatro años viviendo en las mismas condiciones de la mayoría del pueblo que en la adolescencia decidí conocer.
Recordé  a la escritora Anaís Nin, una de mis favoritas, quien en sus diarios relata que, abandonando su lujosa casona en París, se fue a vivir a una barca en el Sena, porque ¨la pobreza la acercaba a la humanidad”, y estuvo compartiendo con otros de mis favoritos, Henry Miller, Antonin Artaud, César Vallejos.

La primera estación sería donde mi querido amigo Sergio Zúniga, quien trabaja en Estados Unidos y vacaciona en Nicaragua, un chavalo que conocí en Zelaya Norte, hace treinta años, y laboró como DJ en la radio Voz del Poder Popular que el periodista y comandante guerrillero William Ramírez me ordenó (sí me ordenó y fue una de las pocas veces que lo hizo) dirigir y reacondicionar.

El calor de Managua es insoportable, pero sé que me adaptaré. En esta ciudad nací, aunque algunas personas creen que soy de origen costeño, del Caribe nica, por mi apellido materno con el cual me firmo en honor a mi abuelo y mi madre, y vivencia en esa zona cuando la guerra de los años ochenta, o norteño de Matagalpa porque ahí he radicado, la mayor parte del tiempo, desde el 31 de diciembre de 1985, y algunas veces hablo cantadito y he lucido botas altas de cuero, de vaquero, aunque no bailo rancheras, tampoco polkas, mazurcas y jamaquellos como mi querido amigo Eddy Kuhl quien vive en una Selva Negra que es verde porque su esposa Mausi, esa mujer extraordinaria, le acompaña.

El almuerzo con Sergio me recordó la estadía en la mosquitia, era un pez robalo (sacado del río Wanky, en Waspam, traído a Managua) frito y aderezado con salsa de tomate, acompañado de un gallopinto sin coco,  cosa que extrañé y lo dije, pues mi primera cena en Puerto Cabezas, en diciembre de 1981, fue gallopinto con coco y me encantó. A pesar de la ausencia de coco, disfruté ver a mi amigo, diez años menor que yo, pues él cumplía catorce años cuando comenzó a trabajar en la radio y hacer lo que se le antojaba con los discos de acetato y las reproductoras de cinta. Nada más tomé dos cervezas, no quería llegar ebrio a la cita de “negocios”.

A las dos de la tarde me fui a la Librería Rigoberto López Pérez, en el Centro Comercial Managua, para recibir el cheque bancario por los  comerciados libros “Reflexiones críticas desde el sandinismo” y por supuesto saludar a Aldo Díaz Lacayo, el propietario de ese negocio que “no da nada” y lo mantiene por placer y referente, pero más que referente deduzco que está ahí por el gozo de encontrarse rodeado por cientos de libros y él accesible para brindar declaraciones sobre política e historia, publicadas en televisión, con la pasión que le desborda aún aprisionado por los tirantes que le sostienen el pantalón y estrujan el pecho, o a lo mejor le relajan y fortalecen su figura alta, con esos ademanes diplomáticos que los expresa con sencillez y erudición casi nonagenaria. Pero Aldo, (disculpen que no lo llame don Aldo) más allá de su sapiencia, es un referente porque estudié con un sobrino suyo (con el mismo nombre) en mi infancia durante mi paso por el Colegio Calasanz y Aldo Díaz Lacayo fue compañero de mi tío Chester Simpson en la guerrilla de El Chaparral.

De donde mi amigo Sergio, salí caminando, pues se dañó el vehículo que él renta, por eso no me fue a buscar a la estación de buses en el Mercado Mayoreo, donde detuve un taxi y pagué cincuenta córdobas a un conductor muy amable, casi de mi edad, lo deduje por las canas, cuya profesión es contador.
Dos cuadras caminé desde la casa de Sergio para abordar una moto taxi, que la llaman Caponera, y creí estar en Asia recorriendo una vecindad de la capital nicaragüense. El conductor, respondiendo a mi pregunta, me dijo que taxistas automotores y buseros de la ruta 114 no quieren que trabajen, que no les quiten clientes.

Después de la travesía (unas seis cuadras en Caponera) subí a un bus colectivo, por sólo dos córdobas con cincuenta centavos, no quise pagar cincuenta córdobas a un taxi ni perderme el privilegio de seguir viviendo entre, con, las personas. Creo, influyó, además, las restricciones que debo asumir, nada más andaba trescientos córdobas que me entregó Sergio.

Al llegar a la librería, antes de las tres de la tarde hora de mi cita, después del calor en el autobús y evitando rozar a una dama, encontré a Doris Chávez (cuya descripción y cargo no quiero escribir ahora) quien me comunicó que en un semestre habían vendido cuatro de mis libros. Recibiría un cheque por seiscientos cuarenta córdobas. Esperé la entrega del dinero en la banca de metal, en el pasillo frente al módulo de la librería, y luego Aldo se ubicó a mi lado para conversar. Tampoco puedo, por el momento referirme amplio al tema de conversación, pero fue sobre la Academia de Geografía e Historia de Nicaragua, a la cual pertenece, disertando sobre la propuesta de Eddy Kühl de declarar héroes a matagalpas flecheros que participaron, en 1856, en la Batalla de San Jacinto, un tema polémico entre historiadores “de oficio” (tal como los califica Aldo, exceptuando dos académicos titulados).

Mientras estuve en la librería cayó una llovizna, refrescante, y salí a buscar transporte para retornar a la casa de mi amigo Sergio, llevaba en la bolsa el dinero en efectivo, pues el joven Julio César (administrador) me dijo que endosara el cheque y entregó los billetes, sentí alivio porque no haría fila en una banco, acción que detesto a lo mejor porque no tengo chequera ni me gusta hacer fila.

Regresé, de igual manera, en bus y caponera, como a las cinco de la tarde, con mucha gente en el bus, viendo y escuchando, grabando en las neuronas, como siempre. Antes de abordar el bus, vi un vehículo con vidrios oscuros, cuyo conductor se detuvo frente a mí, pitando, pero tuvo que continuar por el tumulto de carros sonando la bocina detrás de él. Supuse que era un amigo o amiga que pretendió saludarme y llevarme.

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