A las seis de la mañana Pánfilo entra a una casa de
dos plantas. El primer piso semi oscuro, es una sala amplia que años atrás fue
destinada a experimentos que no logra definir. Empotrados en las paredes varios
estantes preservan instrumentos extraños; de las paredes, de color gris, no
cuelgan cuadros. Las arañas del rojo techo están apagadas, la claridad proviene
de la planta alta y se filtra por las gradas cubiertas con verde alfombra.
Hasta el momento no hay temor, sino curiosidad de explorar el silencioso
edificio.
El segundo piso es iluminado por la luz solar,
abriéndose‚ camino por los amplios ventanales de vidrio sin cortinas. La sala
es pequeña: dos sillones azules, una mesa redonda en el centro y un gran espejo
sin reflejar la imagen. Al fondo una puerta se balancea silenciosa, tras ella
un corredor larguísimo y puertas cerradas a ambos lados. En el fondo se escucha
una voz que canta suave. Pánfilo avanza lento, sin miedo, y al llegar a la
habitación de donde proviene la melodía, desaparece la hoja de madera y observa
a una anciana, con bata celeste para dormir, sentada en una banca, peinándose
la cabellera blanca, cuyas puntas descansan en los muslos; la cara tensa, los
ojos bien abiertos y cuando se percata del intruso grita despavorida. Pánfilo
corre por el pasillo y a su paso se abren las puertas laterales hacia afuera y
adentro se escuchan gritos similares a los de la anciana. Al llegar al fondo,
de inmediato cesan los alaridos. El corazón palpita rápido. Baja, por la derecha,
unas gradas de cemento que lo conducen a un salón deportivo techado. Un niño
jorobado barre los pasillos entre las sillas, sonríe malicioso cuando mira al
visitante y se pierde presuroso sin dar tiempo a conversar.
Pánfilo recorre con la vista la estancia, escucha
música de piano, avanza varios pasos y a la izquierda ve una sombra sentada
frente al teclado, en una habitación nublada. El pianista toca sin mostrar el
rostro. Pánfilo se acerca en silencio al umbral. Al terminar la melodía, el
músico y el piano se desvanecen entre la neblina que envuelve a Pánfilo quien
no sabe cuál rumbo tomar.
Cuando la niebla desaparece el paisaje es un jardín
colorido; refresca el ambiente tenue. La blancura de las gardenias se aglutina
a la derecha emanando aroma; al frente la zarzaparrilla cubre los pilares del
quiosco, de ladrillos marmóreos, donde se encuentra un canapé‚ satinado; al
lado el promontorio de piedras cubierto de musgos y del centro brota una fuente
de agua cambiante en colores. Un conejo rosado salta entre los lirios, mientras
una decena de gorriones fecunda a las rojas flores de avispa. A la izquierda se
alzan chilamates frondosos, acacias, laureles y girasoles rodeados por
sonrientes pinos. El silencio es adormecido por los arrullos de arpa invisible,
acompañada por el coro de distintas especies de pájaros. El viento baila suave,
temeroso de perturbar la tranquilidad. Pánfilo se acuesta en el diván y observa
el techo de un carrusel en movimiento, cuya música orquestal opaca al arpa;
cierra los ojos y a su memoria se acercan sonidos provocados por el galope de
caballos.
En el firmamento, aparecen diez jinetes desnudos sobre
bestias sudorosas, brillantes y briosas; hombres y mujeres riendo del amanecer
que apenas deja ver los rayos Solares en el borde marino espumoso. A lo lejos,
sobre las olas, centenares de veleros viajan de Norte a Sur desplazándose en
fila a mediana velocidad, mientras los delfines saltan aplaudiendo el espectáculo. Cuatro pelícanos se zambullen
en busca del desayuno. Millares de caracoles aran la costa y similar número de
cangrejos corren alocados, para atrás y para adelante.
Detrás de los cocoteros los nativos se arrodillan
maravillados; los más jóvenes buscan manglares para procrear y los más viejos,
con los infantes, encienden hogueras para alimentarlas con polvos mágicos y
provocar chispas y humos aromáticos. Una mujer que se conserva virgen por ser
la más bella y no haber aparecido un hombre de su agrado, ingiere brebaje que
le mantiene fresca la piel, tensa la carne y fértil el vientre; las
circunstancias indican cercanía del momento en que aparecerá alguien, digno de su ralea, para mejorar la
estirpe que poco a poco se desvanece por los embates de la civilización;
posiblemente el designado está entre los jinetes venideros del infinito.
La diva corre por la costa, mientras en la plaza de la
aldea suenan los tambores y las mujeres preparan alimentos para la festividad;
recoge leña seca, se despoja del escaso vestuario y se introduce en una cueva,
entre las peñas del desfiladero, enciende fuego y se acuesta en petate limpio a
esperar al enviado de los dioses. Al tiempo establecido emanar una pareja que
garantizar la eternidad de los sucesores y ser recibida con veneración por los
aldeanos. Las manos no cesan de golpear los cueros y los sonidos corren
espantando las tristezas. La tierra retumba animando la fiesta.
Pánfilo abre los ojos, el techo del carrusel está
cubierto con tela de araña; la zarzaparrilla apenas se sostiene adherida a los
pilares agrietados; las plantas perdieron la vida; las hojas secas cubren la
tierra; la fuente no existe y las piedras son promontorio decadente, sin
musgos. El sol penetra fuerte calcinando el paisaje. El lujoso canapé‚ se
transformó en una estrecha cama de lona curtida. Centenares de hormigas transportan
hacia sus huecos los últimos vestigios de pasado esplendoroso, que se llamó
jardín encantador.
El hombre abandona el lecho. Camina sin orientarse
entre la maleza tupida. Al cabo de varias horas llega a la vera de un río
cristalino y sombrío; el agua está fresca y los peces saltan sin temor. Se
quita la ropa para asear el cuerpo candente; luego atrapa dos animales
acuáticos para saciar el hambre y posterior descansa sobre piedra forrada con
verdes hojas, acompañado del líquido que se desliza contento.
Las voces y sonrisas de mujeres se escuchan a lo
lejos, cuando se acercan, Pánfilo abre los ojos y se esconde tras los arbustos.
Seis féminas cargando sendos canastos con ropa bajan a lavar al río. Creyendo
estar solas se despojan del vestuario, se acomodan entre las piedras e inician
la tarea conversando alegres.
Pánfilo se fija en una joven delgada, de formas
proporcionadas, quien se mueve con mayor soltura en el momento de lavar
agachada frente a la piedra enjabonada. Ella no conversa profundo, pero posee
don sensible que le pasea por el cuerpo. Parece querer aprender a tejer sueños.
Su imagen no difiere de las circundantes, sin embargo se desenvuelve aceptable
y resuena su nombre; es una de las figuras del escenario natural y por ello
ocupa una de las mejores piedras para lavar. Danza al son de la algarabía
demostrando habilidad para agradar a la naturaleza. Llora y canta según la
estación y se adapta muy bien a los cambios de temperatura. Él valora a la
joven como algo especial entre las mujeres del río, sobre todo que le llama la
atención su intranquilidad. Ella disfruta del presente, quiere saber del mañana
y resuelve decidida el momento; por eso terminó de lavar de primera y se
dirigió a buscar fruta entre los
árboles.
Cuando vio los ojos de Pánfilo, entre las ramas,
sintió fuerte estremecimiento, pero no gritó, ni cubrió su atezada desnudez,
sino dejó libre la curiosidad y se acercó sigilosa. Ella es atraída por el
rostro del hombre, quien le parece interesante; al llegar a su lado indaga los
motivos que lo tienen en el río, por tanto evidencia que no es nativo. Él,
está sorprendido de la sencillez y
ternura de la lavandera. Ambos, sin tomar en cuenta la periferia, departen
animados dejando que mente y cuerpo se acomoden y tomen la decisión de
juntarlos para disfrutar la vida.
Pánfilo se queda en la montaña con la joven,
saboreando las delicias del paisaje; y al caer el sol la mujer le da a beber
una sustancia para que no vuelva a despertar.
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