domingo, 18 de agosto de 2013

Sueños


A las seis de la mañana Pánfilo entra a una casa de dos plantas. El primer piso semi oscuro, es una sala amplia que años atrás fue destinada a experimentos que no logra definir. Empotrados en las paredes varios estantes preservan instrumentos extraños; de las paredes, de color gris, no cuelgan cuadros. Las arañas del rojo techo están apagadas, la claridad proviene de la planta alta y se filtra por las gradas cubiertas con verde alfombra. Hasta el momento no hay temor, sino curiosidad de explorar el silencioso edificio.

El segundo piso es iluminado por la luz solar, abriéndose‚ camino por los amplios ventanales de vidrio sin cortinas. La sala es pequeña: dos sillones azules, una mesa redonda en el centro y un gran espejo sin reflejar la imagen. Al fondo una puerta se balancea silenciosa, tras ella un corredor larguísimo y puertas cerradas a ambos lados. En el fondo se escucha una voz que canta suave. Pánfilo avanza lento, sin miedo, y al llegar a la habitación de donde proviene la melodía, desaparece la hoja de madera y observa a una anciana, con bata celeste para dormir, sentada en una banca, peinándose la cabellera blanca, cuyas puntas descansan en los muslos; la cara tensa, los ojos bien abiertos y cuando se percata del intruso grita despavorida. Pánfilo corre por el pasillo y a su paso se abren las puertas laterales hacia afuera y adentro se escuchan gritos similares a los de la anciana. Al llegar al fondo, de inmediato cesan los alaridos. El corazón palpita rápido. Baja, por la derecha, unas gradas de cemento que lo conducen a un salón deportivo techado. Un niño jorobado barre los pasillos entre las sillas, sonríe malicioso cuando mira al visitante y se pierde presuroso sin dar tiempo a conversar.

Pánfilo recorre con la vista la estancia, escucha música de piano, avanza varios pasos y a la izquierda ve una sombra sentada frente al teclado, en una habitación nublada. El pianista toca sin mostrar el rostro. Pánfilo se acerca en silencio al umbral. Al terminar la melodía, el músico y el piano se desvanecen entre la neblina que envuelve a Pánfilo quien no sabe cuál rumbo tomar.

Cuando la niebla desaparece el paisaje es un jardín colorido; refresca el ambiente tenue. La blancura de las gardenias se aglutina a la derecha emanando aroma; al frente la zarzaparrilla cubre los pilares del quiosco, de ladrillos marmóreos, donde se encuentra un canapé‚ satinado; al lado el promontorio de piedras cubierto de musgos y del centro brota una fuente de agua cambiante en colores. Un conejo rosado salta entre los lirios, mientras una decena de gorriones fecunda a las rojas flores de avispa. A la izquierda se alzan chilamates frondosos, acacias, laureles y girasoles rodeados por sonrientes pinos. El silencio es adormecido por los arrullos de arpa invisible, acompañada por el coro de distintas especies de pájaros. El viento baila suave, temeroso de perturbar la tranquilidad. Pánfilo se acuesta en el diván y observa el techo de un carrusel en movimiento, cuya música orquestal opaca al arpa; cierra los ojos y a su memoria se acercan sonidos provocados por el galope de caballos.

En el firmamento, aparecen diez jinetes desnudos sobre bestias sudorosas, brillantes y briosas; hombres y mujeres riendo del amanecer que apenas deja ver los rayos Solares en el borde marino espumoso. A lo lejos, sobre las olas, centenares de veleros viajan de Norte a Sur desplazándose en fila a mediana velocidad, mientras los delfines saltan aplaudiendo  el espectáculo. Cuatro pelícanos se zambullen en busca del desayuno. Millares de caracoles aran la costa y similar número de cangrejos corren alocados, para atrás y para adelante.

Detrás de los cocoteros los nativos se arrodillan maravillados; los más jóvenes buscan manglares para procrear y los más viejos, con los infantes, encienden hogueras para alimentarlas con polvos mágicos y provocar chispas y humos aromáticos. Una mujer que se conserva virgen por ser la más bella y no haber aparecido un hombre de su agrado, ingiere brebaje que le mantiene fresca la piel, tensa la carne y fértil el vientre; las circunstancias indican cercanía del momento en que aparecerá  alguien, digno de su ralea, para mejorar la estirpe que poco a poco se desvanece por los embates de la civilización; posiblemente el designado está entre los jinetes venideros del infinito.

La diva corre por la costa, mientras en la plaza de la aldea suenan los tambores y las mujeres preparan alimentos para la festividad; recoge leña seca, se despoja del escaso vestuario y se introduce en una cueva, entre las peñas del desfiladero, enciende fuego y se acuesta en petate limpio a esperar al enviado de los dioses. Al tiempo establecido emanar una pareja que garantizar la eternidad de los sucesores y ser recibida con veneración por los aldeanos. Las manos no cesan de golpear los cueros y los sonidos corren espantando las tristezas. La tierra retumba animando la fiesta.

Pánfilo abre los ojos, el techo del carrusel está cubierto con tela de araña; la zarzaparrilla apenas se sostiene adherida a los pilares agrietados; las plantas perdieron la vida; las hojas secas cubren la tierra; la fuente no existe y las piedras son promontorio decadente, sin musgos. El sol penetra fuerte calcinando el paisaje. El lujoso canapé‚ se transformó en una estrecha cama de lona curtida. Centenares de hormigas transportan hacia sus huecos los últimos vestigios de pasado esplendoroso, que se llamó jardín encantador.

El hombre abandona el lecho. Camina sin orientarse entre la maleza tupida. Al cabo de varias horas llega a la vera de un río cristalino y sombrío; el agua está fresca y los peces saltan sin temor. Se quita la ropa para asear el cuerpo candente; luego atrapa dos animales acuáticos para saciar el hambre y posterior descansa sobre piedra forrada con verdes hojas, acompañado del líquido que se desliza contento.

Las voces y sonrisas de mujeres se escuchan a lo lejos, cuando se acercan, Pánfilo abre los ojos y se esconde tras los arbustos. Seis féminas cargando sendos canastos con ropa bajan a lavar al río. Creyendo estar solas se despojan del vestuario, se acomodan entre las piedras e inician la tarea conversando alegres.

Pánfilo se fija en una joven delgada, de formas proporcionadas, quien se mueve con mayor soltura en el momento de lavar agachada frente a la piedra enjabonada. Ella no conversa profundo, pero posee don sensible que le pasea por el cuerpo. Parece querer aprender a tejer sueños. Su imagen no difiere de las circundantes, sin embargo se desenvuelve aceptable y resuena su nombre; es una de las figuras del escenario natural y por ello ocupa una de las mejores piedras para lavar. Danza al son de la algarabía demostrando habilidad para agradar a la naturaleza. Llora y canta según la estación y se adapta muy bien a los cambios de temperatura. Él valora a la joven como algo especial entre las mujeres del río, sobre todo que le llama la atención su intranquilidad. Ella disfruta del presente, quiere saber del mañana y resuelve decidida el momento; por eso terminó de lavar de primera y se dirigió a buscar fruta entre los  árboles.

Cuando vio los ojos de Pánfilo, entre las ramas, sintió fuerte estremecimiento, pero no gritó, ni cubrió su atezada desnudez, sino dejó libre la curiosidad y se acercó sigilosa. Ella es atraída por el rostro del hombre, quien le parece interesante; al llegar a su lado indaga los motivos que lo tienen en el río, por tanto evidencia que no es nativo. Él, está  sorprendido de la sencillez y ternura de la lavandera. Ambos, sin tomar en cuenta la periferia, departen animados dejando que mente y cuerpo se acomoden y tomen la decisión de juntarlos para disfrutar la vida.

Pánfilo se queda en la montaña con la joven, saboreando las delicias del paisaje; y al caer el sol la mujer le da a beber una sustancia para que no vuelva a despertar.

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