Foto tomada de internet. |
“Si mi papa fue del batallón 6012, con mis tres tíos, y andaban un cachimbo de guanuqueños, la mayoría… casi todos, esos si eran güevones… no como estos chavalitos de ahora culos cagados que sembraron el terror… yo sigo siendo sandinista, y toda mi familia, y lo digo donde sea… y si alguien se encachimba… aquí estoy -se golpea el pecho dos veces, fuerte, con el puño cerrado, gritando- sólo esperamos la orden para volarles verga… nosotros tenemos las armas… con ganas estoy de palmar a varios hijueputas golpistas… tranqueros de mierda… “el comandante zequeda”.
En silencio, observo y escucho, sentado a un paso de él que de frente a mí está de pies. Tendrá unos treinta y cuatro años, seguramente el primer hijo de su padre cuando regresó del servicio militar en los años ochenta del siglo pasado. Nació y creció oyendo episodios de matanzas y glorificaciones a quiénes las ejecutaron.
Luce una bermuda militar camuflada que su hermana le envió de Miami, camisola roja adherida a la panza voluminosa, chinelas de hule con gancho, lisonjeando a quien lo invita a beber ron barato en la pulpería, pues es conocido de la familia y acaba de venir de la “yusa”.
Al ratito, por la avenida central del barrio, frente a la pulpería donde disfrutan bebidas espirituosas, pasa otro paramilitar que conduce la camioneta de un delegado gubernamental, es chofer ahora y antes vendedor de “puchos de hierba maldita”, pero no prosperó porque le gustaba estafar a los consumidores.
Me ve. Grita: ¡Viva Daniel!, y saca la mano izquierda por la ventana, primero dos dedos en escuadra semejan una pistola presta a ser disparada, luego cambia al dedo anular erecto, la guatusa extranjera, y termina con el puño cerrado blandiéndolo.
Sigo sentado, comprobando el estadio conceptual de un sector de nicaragüenses. Cuando me traslado al lugar donde trabajo, otro militante aguerrido y fiel me queda viendo cuando paso, y le digo: ¡Saludos!
Jueves 29 octubre 2020
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