Es prodigioso el suceso que me originó la ígnea motivación a escribir. No esperaba semejante metamorfosis. Aquel día fue excepcional. Inolvidable.
Sentado en una silla, en la acera, yo anotaba detalles en mi cuaderno, desasosegado por mi entorno de figuras ordinarias. Nada fantástico. Sin sospechar lo que vendría.
Observaba el paisaje barrial, flagelando mi ánimo sensible, pues la noche anterior volví a deprimirme. Amanecí abrumado.
Por eso, salí temprano a las calles del vecindario. No estaba tranquilo en mi refugio de lectura, reflexión y escritura, la única triada conocida para crecer, evadir la multitud, y gozar.
Atrapado en lo zafio detesto la ignominia, la pequeñez, la ignorancia, la hipocresía. Disfruto, es cierto, de mis percepciones, pero no lo suficiente para huir del terror y alegrarme. Amargura más que diversión. Convencido: mi encanto no es compatible con los seres periféricos. Casi nadie se ocupa de leer, pensar, crear, superar. Se burlan de la ciencia y alaban la estupidez.
Razonando tal miro, siento, deseo, esa mañana me impresiona la esbelta estampa, significativa, especial entre las demás personas. – En mi pecho estalla la opresión. Desenfrena una hecatombe, vibra en mis sentidos y fluye a través de mi sonrisa -. Camina casi en puntillas, sin ensuciar de polvo la punta de los lustrosos zapatos de tacón medio. Las manos armónicas, al ritmo de sus delgados brazos. Bailotea el cabello, y con delicado gesto a ratos aparta de su rostro. Su pulcra feminidad en impactante contraste con las mujeres desaliñadas y las acicaladas para portentar su ramería.
Ella discrepa entre mi apariencia eremita, la suciedad callejera, las charcas de aguas negras, los borrachos tirados en cunetas y aceras, los gritos soeces y chismes de mercaderes y vecinos, las paredes descoloridas, los infantes descalzos y tripudos, grasientos como los hombres sin camisa y en chinela de hule, aullando obscenidades, los vagos relacionándose a golpes frente a la pulpería, las personas curtidas, sin bañarse, sin untarse humectantes, los dientes sucios, amarillos y negros, el aliento fétido; los perros sarnosos, hambrientos.
Una versión de hada moderna, traída en cántaro de Mesopotamia descorchado en uno de los lugares menos apropiado del planeta. El ancho fajón negro delinea la seductora cintura, la ondulación de las caderas. El sedoso vestido rayado como cebra, adherido a sus largos muslos, moviéndose conducido por modelo maestra en la pasarela. Porte de sencilla elegancia y cordura. Límpida piel de bronce manando aroma fresco: rosa, gladiola, orquídea.
Atisbo su pureza, me percato de la sonrisa tímida, graciosa, de sus labios carnosos en su cara maquillado sutil.
En otra época me hubiera influido sentido de respeto distante, señorial, inalcanzable, cegador. En mi estado hipersensible me refleja nítido respeto admirable, hacia una dama con muchos atributos, reales, palpables, dignos.
Entonces la convierto en el eje de mis deseos, la inspiración de mis ensueños, y logro asirla vehemente, crear soliloquio y explayar sensualidad.
Me llena inmenso su persona grácil, femenina, juvenil; su conducta educada, responsable; su residencia higiénica, decorada con esmero, acogedora, sin la fruslería común; el summum de su voz bajo tono, apenas audible, de diosa maternal similar al de mi madre.
Experimento singular delicia en su recámara. Súbito dio vuelco mi tendencia a captar sólo la mugre, la ignorancia, la mentira como escudo, el subdesarrollo, las ofensas, el oportunismo, la necedad, lo fastidioso de la vida miserable por la cual transito en la colonia.
Veo con la otra parte de mí – que había relegado para enarbolar la faceta chocante de la vida – y pondero el afecto hacia la sabiduría, las virtudes, el placer. Me solaza la libertad. Me percato de mi buen vivir, mis privilegios. La compasión nace en mí.
Abandono la soledad. No me importan las imperfecciones, ni mis inseguridades y deficiencias como escribano incongruente, contradictorio, variable, sin talento.
Aprehendo la preciosidad de mi entorno, el imán de las flores, el realce del follaje, la soberbia del viento, la luminosidad solar, mis radiaciones, la constelación. Vivo intenso, lúcido, sensitivo, escuchando, razonando, fulguroso.
Maravillosa es la influencia oxigenante que ejerce en mí la personalidad delicada y honorable de la linda mujer. Me promueve el desborde emocional y el equilibrio de la conciencia.
Lástima. Ella sólo es producto de la imaginación mía.
Enero 1998
Matagalpa.
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